Qué extraño era observar la noche caer en cámara lenta, sobre aquel inmenso océano espejado. El tren de las horas mudas corría incansable, rompiendo con suaves olas la superficie cristalina, hacia un destino incierto repleto de estaciones innombrables. La luz del atardecer moría con lentitud mientras los focos vacilantes de las cabinas se encendían con dificultad y parpadeos.
Las sombras engullían todo. Ella esperaba. Del tapizado del asiento brotaba una fragancia embriagante a flores y a mundo que la adormecía aún más. Hacía días -o meses, o tal vez años- que viajaba sentada allí. El rumbo, como todo hasta donde recordaba, era incierto. Sus párpados pesaban cada vez más. No llevaba más que las ropas que traía puestas. Y el libro. No necesitaba nada más.31 may 2010
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