16 mar 2009

À quai.

Ya -de nuevo- se estaba haciendo tarde. Una vez más consultó su reloj. Cinco minutos tarde. De nuevo.
No sabía, nadie sabía, por qué el tren de las cinco y cincuenta y cinco siempre llegaba cinco minutos tarde -a veces se le sumaban otro cinco minutos a la tardanza-. Buscó el banco donde solía sentarse, para poder gastar esos minutos descansando. Levantó su portafolio del suelo de mármol y agarró su abrigo marrón. Caminó a paso rápido, esquivando a los perdidos transeúntes que aún no sabían que tren tomar. Cuando llegó, levantó la vista. Hoy su banco estaba ocupado.
Con la mirada perdida en el oscuro túnel del tren, una mujer esperaba suspirando. Sin prestarle demasiada atención se sentó lo más lejos de ella que pudo, poniendo entre ellos sus cosas -una suerte de muro, pensó-. El banco crujió un poco bajo su peso. Se sacó el sombrero y se pasó la mano por la cabeza -clara señal de exasperación-.
La mujer pareció darse cuenta de su presencia, porque torció la cabeza y lo miró profundamente. Parecía estar examinándolo. Se sintió un poco incómodo. Odiaba que la gente regalara de esa forma esa clase de miradas críticas y mal intencionadas. Carraspeó y se dio vuelta de forma tal que la mujer no pudiera mirarlo.
Discúlpeme, tal vez me esté equivocando, pero creo que lo conozco. -Ya le parecía a él que esta mujer solo tenía ganas de molestar- ¿Sí? Pues yo no creo conocerla de ningún lado. Ah, perdón, pero su cara me sonaba conocida. No señora, creo que no.
Recién en ese momento reparó en su acompañante de banco. Tenía el cabello muy corto y muy negro, y llevaba puesto un vestido naranja un tanto chillón. En la cabeza tenía una de esas boinas ridículas color rojo, y en los pies llevaba mocasines. Mal gusto, definitivamente.
¿De qué trabaja? ¿Discúlpeme? Preguntaba de qué trabaja, tal vez lo conozco de allí. No, no creo, yo soy contador. Ah, no, me confundí.
Pensó un segundo. Finalmente se decidió.
¿Por qué?, ¿usted de qué trabaja? Soy música. Ah, ¿música como los roqueros de ese cartel?
Señaló una inmensa y bizarra propaganda que estaba de la pared de enfrente. Ella sonrió.
No, yo compongo música para cajas de música. ¿Qué usted hace qué? Compongo la música de las cajas de música, ¿nunca tuvo una?
Él sacudió la cabeza. Su tía abuela había tenido una, que él se había encargado de romper en uno de sus improvisados partidos de fútbol dentro de su casa.
¿En serio? Sí, en serio.
Se miraron por primera vez a los ojos. El andén se sacudió un poco, y luego volvió a calmarse. Ella sonrió y él se dio cuenta de que tenía ojos celestes.
Mire, yo por aquí tengo una, es muy chiquita, pero creo que es de una de las mejores canciones que compuse.
Ella revolvió en su mochila fucsia hasta encontrar lo que buscaba. Le tendió la cajita. Él la observó. Era muy pequeña -calculaba que tan solo podrían caber tres dedales- y de madera oscura. La tapa estaba decorada con tres círculos que seguramente eran de plata.
¡Ábrala!
El andén se inundó de colores. Él cerró los ojos. Su pecho se hincho de alegría. Volvió a ver la vida y caminó de nuevo las cinco cuadras que había entre su casa y la escuela. Escuchó a su madre cantarle las nanas antes de dormir. Vio a sus amigos jugando fútbol y se vio a sí mismo alentando a su equipo. Olió la flor que le había regalado a Juliette aquella primavera de la época de la libertad. Degustó el dulce de frambuesas que su abuela le había enseñado a hacer. Tanteó en la sombra de su cuarto el libro que había escrito y que nunca se había animado a dejar conocer.
La tapa de la caja se cerró. Abrió los ojos. El andén estaba vacío. Buscó con la mirada a la mujer, pero no la encontró. Miró su reloj. Seis cincuenta y cinco. Había perdido el tren.




















Gloria-aniela photography

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