3 nov 2009

les chroniques d'aventures.

El suelo de madera vieja crujió bajo sus pies.
Se detuvo unos segundos, suspendida a mitad de camino, con el rostro atento y expectante. Escuchó con atención. La casa parecía no haber notado esa interrupción, y la calma seguía inmutable. Dejó escapar un suspiro mudo, y continuó dando pasos pequeños y callados.
El salón estaba completamente oscuro. La noche había engullido la casa hacía ya unas horas, y solo el brillo tenue y blanco de la luna irrumpía por una de las ventanas sin cortinas. La casa crujía toda, vieja como era, al son de la brisa nocturna. Más de una vez su madre le había contado historias infantiles y perturbadoras sobre esa casona y, en particular, de los fantasmas que en ella habitaban. No pudo evitar sonreír. Y unos escalofríos subieron por su espalda.
Dio otro paso.
Uno de los volados de su camisón de seda le hizo cosquillas a la altura de la rodilla. La luz de la luna bañaba por completo la pintura resquebrajada del cuadro colgado en la desnuda pared, otorgándole un aspecto más siniestro aún. Una de las ventanas se quejó cuando la brisa la entornó levemente. La cortina, de inmediato, comenzó a danzar, libre del polvo y encierro.
Continuó caminando en puntillas.
Repasó una vez más el cuento que Miguel les había relatado con tanto teatro esa tarde a ella y a los demás niños del pueblo. Y recordó el brillo fascinado en los ojos de Pedro. Los demás la habían mirado con desprecio y, algunos, con temor. Pero él se había acercado. Él le propuso la aventura.
Y ahora, mientras se acercaba con deseo a la puerta que siempre estaba con llave en esa casona antigua -como su dueña-, tomó conciencia de lo increíble del asunto. Encontraría la llave y luego podrían, Pedro y ella, abrir el cofre secreto, que estaba siempre, inmutable, sobre el tocador de su abuela. Y descubrirían el mayor tesoro de sus vidas.
Sonrió, con ojos achispados y mejillas sonrosadas.

Jennifer Alder Photography.

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