25 abr 2010

dr. jekyll & mr. hyde

La soledad oprimía nuevamente el aire de la casona. Miró con llanas esperanzas las valijas a medio hacer en el medio de la vacía habitación. La casa se encogía con el último silencio de la tarde.

¿En qué pensaba? No, siempre volvía a lo mismo, una y otra, y otra vez. Pero, ¿a dónde iría? ¿Se animaría, siquiera, a irse definitivamente?
La jaqueca le golpeteaba las sienes.

Recordaba las flores de pétalos vibrantes bajo los primeros rayos del sol. Cada ínfima gota de rocío, iluminada, transfigurada, única.
Única.
Sus pasos resonaron huecos por el pasillo. Se detuvo frente al único espejo sano de la casa.
Los años habían ido marcando aquel rostro descolorido y mustio. Los ojos, hundidos y apagados, descansaban con somnolencia en la mirada vacía del reflejo. Los labios, olvidando las sonrisas de antaño, se apretaban en una delgada línea tensa. La piel, cetrina y traslúcida, concluía el ciclo vital demasiado antes de lo que le correspondía.

Vejez. Ya quisiera. ¿Vejez? Mi querido, la vejez no son los años transcurridos, la vida pasada.

Parpadeó con fatiga.

Tu vejez, esa que ahora es tan visible, es interior. ¿No la ves? Te marchitaste. Vacío, nada.

Las últimas luces del día relampaguearon contra la bruñida superficie del espejo. Captó un destello de sus rasgos antes de sumergirse en la oscuridad.

Tranquilo, no te esfuerces. El día ya acaba, y las cosas son demasiado difíciles. Descansa. Si ellos no supieron comparecer ante tu silencioso llamado, que ahora sufran. Él, él que te ignoró. Ella, que no te supo apreciar. Todos ellos, que cayeron en la ceguera del propio ego. Ahora entenderán. Tranquilo, todo pronto será distinto. Silencio, que el dolor ya acaba. Ahora solo escúchame.
No pienses más. Ven, déjame arrebolarte las mejillas, barnizarte los labios, curvarlos en una sonrisa plástica, moldear tus pómulos, tapar tu nívea piel.
Que no vean, que no lo sospechen. Déjame, una vez más, solucionar todos tus problemas.



..

Abrió los ojos. Los primeros rayos del día se colaban por las hendijas de la persiana. Parpadeó un par de veces y se incorporó. ¿Dónde estaba?
Se llevó la mano a la cabeza, palpitando los resabios de una jaqueca que no recordaba. Algo lo incomodó. Bajó el brazo y observó, con ojos desenfocados, la palma de su mano, cubierta de algo rojo y cuarteado.

Oh, no. Otra vez no, por favor!






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