17 abr 2009

plaisirs simples.



Y llevaba puesta una pollera roja con lunares naranjas.
Pero no era una pollera cualquiera. Esta se la había hecho su abuela, cuando todavía usaba anteojos y podía coser. Recordaba ese día. Habían terminado de hornear unas galletitas de vainilla con pepitas de chocolate. El aroma proveniente del horno inundaba la casa. Y ella había arruinado por completo su vestido, usándolo de trapo para limpiarse el chocolate de las manos. Su abuela había asomado los ojos por encima de sus anteojos de media luna y con una mirada escudriñadora había sentenciado "tu madre se pondrá como un cabrito" (su abuela había nacido hacía ya muchos años en el campo, en una pequeña casita que tenía un ranchito adosado a un costado, y entonces solía hablar con "metáforas campesinas" como a ella le gustaba llamarlas). Recordaba haberse imaginado la expresión que pondría su madre al verla. El ceño fruncido, los labios apretados, formando una delgada línea tirante, y los ojos evaluadores, sopesando el castigo. Ella había asentido vigorosamente, y la abuela había sonreído (esa sonrisa cómplice de abuela que ya tiene una brillante idea). La había guiado hasta el cuarto de costura y le había dicho "te voy a hacer una pollera".
Ella había elegido los colores. Por supuesto, su madre lo primero que había hecho al conocer su elección era preguntarle con qué pensaba combinarlo. Ella la había mirado, un poco confusa, y había respondido "con todo".
Sonrió al recordarlo.
Y además, esta pollera era especial, porque cuando giraba muy rápido, se inflaba como una campana. Una campana roja y naranja.





Rengim Mutevellioglu Photography.

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